Dentro de nuestro ciclo del origen de las cosas comunes que nos rodean, ¿por qué no hablar de las cerillas? La verdad es que muchos de nosotros los usamos a diario, y parece increíble que una cosa tan sencilla sirva para hacer fuego. El secreto de las cerillas es el fósforo.
Cabe destacar que hasta la aparición de las primeras cerillas o de los mecheros, el ser humano no tenía la capacidad para hacer fuego dónde quisiera y cuándo quisiera, convirtiendo a veces cosas tan sencillas hoy como calentar aceite o encender una luz (antiguamente iban con fuego) en autenticas quimeras. Pero...¿de dónde vienen las cerillas?
En torno a 1670, Hennig Brand, alquimista alemán, descubrió el fósforo buscando una sustancia para convertir metales no nobles en plata. Brand recopiló centenares de muestras de orina humana para rociar los metales con ella: la almacenaba y la llevaba al punto de ebullición, de forma que perdiera todo el agua. Después, se formaba una sustancia blanca, que brilla en la oscuridad con un tono verdoso y muy inflamable. Sin darse cuenta, había descubierto un elemento más para la tabla periódica: el fósforo.
Hasta un siglo después, Scheele, otro científico, lo supo sintetizar a partir de huesos calcinados. Añadiendo clorato de potasio y azúcar al azufre, se mejoraba la combustión allá por el siglo XIX. Fue John Walker el que ideó la cerilla tal cual la conocemos hoy en día y, como no, su descubrimiento fue un completo accidente, como casi todos los grandes inventos que perduran hasta nuestros dias. Walker tenía una farmacia, y intentaba crear un nuevo tipo de explosivo mezclando diferentes tipos de componentes químicos, que removía con un palo. En uno de los intentos, en el palo quedó pegado una lagrima de fósforo y otros componentes químicos, y al intentar quitarlo rascando contra el suelo, el palito prendió tal como una cerilla de hoy en día.
Así pues, una de esas muchas curiosidades que quizás no te preguntes nunca, pero que nunca está de más saber.
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